7.15.2005

Maria Tetitriste.

María Tetitriste era una mujer decidida. Sabía lo que quería; lo cogía con las dos manos con fuerza y no lo dejaba ir sino hasta que le sacaba todo el jugo.
Se vestía con camisitas delgadas de algodón, que sobre el ombligo iban y venían a su propio ritmo. Y con jeans apretados en las nalgas, pues siempre le quedaban muy anchos de cadera, y para que no se le cayeran, compraba una talla menos.
Llevaba puestos unos zapatos rojos, que le salían con el cinturón brillante que le habían traído sus abuelos de Italia.

En el café de la esquina de las calles que cruzaban bajo el puente; el café donde había perdido su virginidad detrás de la cortina de la cocina, con el mesero que se fue a estudiar al exterior, se sentaba por las mañanas, antes de clase, a leer las historias de las paginas de las revistas porno, que dejaban los otros clientes en las mesas. Y secretamente, mojaba sus partes intimas, en silencio rotundo, con la luz del sol en sus manos, como un rayo, por la apertura de la pintura, en las pequeñas ventanas junto al baño.

Las imágenes en blanco y negro de mujeres amazónicas, de ropas rasgadas, siendo perseguidas por hombres hipermusculosos, cayendo subyugadas en los pequeños arroyos de los bosques, solo para ser devoradas, lentamente le hacían encontrar otra vez las ganas para ponerle la cara al mundo.

Había tenido 17 novios diferentes en los últimos 8 años de su vida, que aproximadamente promediaban uno cada seis meses. Y ella pensaba que eso era suficiente para hacer de ellos los hombres que eran ahora, después de haber exprimido todas las últimas gotas de su esencia y volverlos machos de verdad.

Había considerado operarse los senos, pero las cuentas de las cotizaciones le habían sacado el corazón de un solo golpe. Y ya tenía suficientes gastos de bobadas varias en los días de aburrimiento caminando por los centros comerciales de la ciudad.

Sus ojos negros parecían estar llorando constantemente y el maquillaje oscuro que usaba alrededor del párpado, los metía en sus lugares dando un efecto óptico de tristeza. Y esto le servía en sus hazañas de levantes, por los bares de la ciudad, en las noches que desidia de vampiresa encontrar víctimas.

Vivía sola en un pequeño cuarto de una gran mansión que sus padres le habían heredado pues se habían ido a vivir a Europa un año, en sus años dorados, cuando ella había crecido lo suficiente para poder mantenerse sola. Y le enviaban plata mensualmente, para el mantenimiento de su palacio.
Pero ella había decidido vivir en el cuarto del ático. Y cuando llevaba a sus víctimas nocturnas a su guarida, les hacía caminar despacio y en silencio por aquella casa, sola, sin luz, detrás de ella hasta su telaraña en el ático, donde los devoraba hasta que no se pudieran mover.

María era insaciable y nunca descanso en su juventud buscando aquel momento sublime de conexión total con el universo, en su éxtasis sexual del momento. Y trabajaba en un sex shop en las tardes los jueves, para desde ahí leer las interminables novelas que descansaban, abiertas solo por los audaces, en las estanterías de atrás.

Ahí la conocí yo. En la estantería de atrás, que se convirtió en cama para dos en una tarde de jueves. Y yo también dormí con ella esa noche en el suelo oloroso de aquel establecimiento cerrado.
En la mañana, desperté, con una patada del dueño que me echo por la puerta de atrás, en mis calzoncillos rojos rayados sin nisiquiera el olor de María.

En las horas de la madrugada antes de volver a caer dormido del cansancio hablo su alma incandescente en mi oído. Me contó los secretos de sus baterías internas que la hacían marcar el paso de su vida, y dejo que por un instante le viera de verdad como era en su soledad.

A María le debo el olor a suelo de sex shop en mi memoria. Y una cicatriz en la rodilla al rasparse contra el pavimento al ser echado aquella mañana.

M.V.

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