4.14.2005

Descubriendo el encanto.

Es una bella tarde al lado del río, en la casa la tarde no está tan linda. En el río se ven los rayos del sol entrar por las copas de los árboles y reflejar sobre las calmas aguas del riachuelo.
En la casa los gritos de los trabajadores disturban el ambiente. No hay como el viernes con una nueva tambora de chicha, para que los trabajadores se pongan altaneros.
Andrea tenía 16 años, su cuerpo estaba aún formando y los trabajadores de la finca la miraban con ojos diferentes. A ella le gustaban las miradas, pero nunca le atrajo la idea de ser usada por alguno de ellos atrás del granero.
Pasaba las tardes de los viernes junto al río, pendiente de que nadie la viera en su santuario. Recordaba las palabras del padre en la iglesia : “El cielo está en tu interior, todo lo que necesitas hacer es encontrarlo.” Ella misma le había echado cabeza a la situación y había decidido que el cielo era entregarse a un hombre que la mirara como los trabajadores de la finca, pero que también quisiera tratarla como mejor pudiera. Y si en su fantasía se encontraba con los viejos recuerdos de los vestidos largos en los bailes de los reyes y las zapatillas de cristal que le había escuchado mencionar a Don Alfredo esa vez en el pueblo, pues mejor pasaba la tarde con sus pensamientos.

Pero ella sabía muy bien que no podía dejar pasar el tiempo, no podía llegar la noche y encontrarla en el río. Su tía Hernesta estaría furiosa si llegase tarde a servir la comida a los trabajadores de la finca. Y esa era la peor de las noches, siempre había uno que estiraba la mano para pellizcar lo que pudiera coger.

Mario había llegado a la hacienda recomendado por su padrastro, quien había trabajado por aquellos lares en su juventud, y había entablado gran amistad con el capataz. Mario tenía solamente diez y nueve años. Esa noche como la mayoría de los jóvenes de su edad, no había tomado chicha, pues su padre lo había prohibido desde que era chico, y nunca aprendió a tomarla. Aburrido el viernes en la noche en la finca lejos del pueblo, Mario estaba en la hamaca extrañando a sus compañeros del colegio cuando vio subir caminando por el paso a Andrea.

Mario comió sentado solo en una mesa separada de los otros trabajadores. Andrea fue servirle la comida a él esperando que si el mandaba la mano, prefería que solo fuera uno de quien defenderse y no la mesa grande con los otros trabajadores. Su tía le ayudo, fue ella quien sirvió la mesa de todos los trabajadores y dejo que Andrea le sirviera a Mario.

Mario saludó y se presentó. Andrea también. Y se sentaron en la mesa a conversar. No duro mucho la conversación, porque Mario comió rápido y salieron los dos a seguir conversando afuera. Cuando la tía salió a que Andrea le ayudara con los platos, los vio pegados de los labios, medio desnudos, bajo el palo de mango a la luz de la luna.

“Si esa muchacha queda preñada, su mamá me cose.” Penso la tía. Así que cogió la manguera de agua fría con la que regaban las matas del patio y sin pensarlo 2 veces y de un tacazo los puso a temblar.
Los gritos de la tía hicieron que los trabajadores salieran corriendo y al ver al par de tórtolos temblando mojados en la noche con la ropa que se les caía del cuerpo, se le mandaron a Mario machete en mano y lo mandaron a planazos a dormir a la hamaca. Uno de ellos le dio tarde en la noche, para que dejara de quejarse por el dolor, unos tragos del whisky que guardaba desde que se lo regaló el patrón.

Andrea durmió con cinturón de castidad, desempolvado del ático amarrado con cabuya porque las amarras de cuero se rompieron de viejas, cuando las estaban tensando.

Al otro día no hicieron los otros trabajadores más que molestar a Mario. Y todo el día arrastrando leña del monte, para armar los corrales, estuvieron martillando al pobre Mario.
Andrea no apareció en todo el día. Su tía la tenia encerrada en el cuarto. Y así siguió casi cuatro días, cuando por fin logró quitar la maya sin que nadie se diera cuenta, salirse por la ventana y despertar a Mario quien dormía en su hamaca.

Al otro día su tía entró al cuarto y encontró a Andrea durmiendo tranquilamente en su cama. Ninguno de los trabajadores noto la ausencia de Mario en su hamaca. Y como la tía Hernesta necesitaba la ayuda de Andrea, decidió ponerla a trabajar.

Nunca nadie supo que por las noches Mario y Andrea se escapaban juntos bajo la luna y pasaban las noches al lado del río. Y así fue que Andrea quedó embarazada. Y tres meses después empezó a notarse. Mario decidió marcharse de la finca con pie rápido. Y todo el camino al pueblo veía los machetes brillando y miraba para atrás esperando verlos venir. Pero nunca los vio. Mario fue el primero en notar el embarazo y los otros no se dieron cuenta sino dos semanas después.

Cuando el mocosíto llegó, Andrea le puso Mario, y ya todos sabían. Así que enviaron por Mario. Un caza recompensas les cobro $400,000 pesos, que entre todos recolectaron y pagaron por anticipado. Y así pasaron los meses y los años. El pequeño Mario creció en la finca, sin mas problemas que un tigrillo. Una vez al año el caza recompensas mandaba un telegrama al pueblo que la tía Hernesta recogía y traía a la finca. Todos los años decía lo mismo : “En la pista de Mario. Lo encuentro porque lo encuentro. !”

Cuando el pequeño Mario cumplió 15 años, llegó un forastero a la finca, hambriento y moribundo. Preguntó por Andrea. Dijo conocerla de cuando era joven. Le dieron la noticia de la muerte de Andrea por la fiebre amarilla el año pasado. Y le contaron que el único de la familia que quedaba era el pequeño Mario.

Arrepentido por su abandono había el gran Mario recorrido casi todo el territorio colombiano. Y todas las noches había soñado con los filos de los machetes. Llevaba consigo unas zapatillas de cristal que había mandado hacer en las playas de la costa pacifica, pues le había escuchado a Andrea en una noche de luna junto al río el cuento de la cenicienta que siempre le había gustado.
Le contó todo el cuento al pequeño Mario, quien escucho con atención y solo dejo caer la lagrima al final. Una sola lagrima por la muerte de su madre quien espero toda su vida el regreso del gran Mario. Las zapatillas de cristal se quedo con ellas el pequeño Mario. El gran Mario se quedó en la finca trabajando. Y viviendo con su hijo, todos los viernes bajaron al río y al atardecer el gran Mario contaba a su hijo las experiencias que vivió con su madre.

M.V.

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